EDUCACIÓN = SALUD + LONGEVIDAD
Decía san Agustín que el
conocimiento es la felicidad, y los ilustrados, que la educación era el camino
para llevar al pueblo a ser feliz. Que la educación nos haga más felices no es
fácil de medir, pero sí hay evidencias de que a mayor nivel educativo mejor
salud y más años de vida
MÁS FORMACIÓN, MEJORES HÁBITOS
- Los investigadores creen que quienes tienen mayor nivel educativo tienen unpeso más cercano al ideal
- Los estudios indican que prolongar la escolarización previene el consumo de alcohol a edades tempranas
- A mayor educación, más acceso a la información y más concienciación ante las campañas antitabaco
- Dicen las estadísticas que quienes tienen menos estudios van menos al médico y se cuidan menos.
La práctica regular de
ejercicio también es más frecuente entre quienes tienen estudios medios o
superiores
“Cada año de escolaridad
adicional aumenta en un año y medio la esperanza de vida a los 35 años”. “Las
personas con una formación básica tienen un 54% más riesgo de mortalidad que
quienes poseen estudios superiores”. “La esperanza de vida a los 25 años es
siete años superior entre quienes completaron estudios universitarios que entre
quienes se quedaron en secundaria”. Estas son algunas de las conclusiones que
arrojan diferentes estudios relativos a la incidencia de la educación en la
vida de las personas. Son muchos los investigadores –de ámbitos y países
diversos– que han analizado los efectos de un mayor o menor nivel educativo,
y muy fuerte la relación que han encontrado entre educación y salud. “Hay
diferencias muy grandes en indicadores como la longevidad, la mortalidad o la
depresión entre las personas con más y menos educación”, explica Adriana
Lleras-Muney, profesora de Economía en la Universidad de California (Los
Ángeles), que ha investigado la vinculación entre salud y
educación en Estados Unidos y en otros países americanos. Su experiencia es que
“las personas con mayor nivel educativo se comportan de forma diferente: fuman
menos, beben alcohol de forma más moderada, hacen más ejercicio, tienen un peso
más cercano al ideal, van de forma más regular al médico y, en conjunto,
terminan siendo más saludables y viviendo más tiempo”.
No es un comportamiento que se
observe sólo al otro lado del Atlántico. Investigadores de la Universidad de
Granada publicaron hace unos años un informe destinado a redistribuir los
servicios sanitarios que demostraba que quienes tienen menor nivel educativo
van menos al médico. Y la vinculación entre años de
escolaridad obligatoria y esperanza de vida, que ha comprobado Lleras-Muney en
Estados Unidos y en la República Dominicana, la describen estudios similares
realizados en Suecia, Dinamarca, Inglaterra y Gales.
¿Por qué? ¿En qué incide estudiar
más para ser más longevo? La directora del centro de longevidad de Standford,
Laura Carstensen, ha manifestado públicamente que las personas con mayor
educación logran mejores empleos, mejor remunerados, que exigen menos
esfuerzo físico y proporcionan mayor placer, viven en barrios más
seguros, llevan estilos de vida más saludables y tienen menos estrés.
Javier Salinas, catedrático de
Economía y Hacienda Pública de la Universidad Autónoma de Madrid, que ha
trabajado sobre la relación entre educación y bienestar subjetivo,
explica que la teoría del capital humano considera la educación como una
inversión con una serie de rendimientos positivos para el bienestar individual:
aumenta la probabilidad de participar en el mercado laboral, de mantener el
puesto de trabajo y de promocionarse y mejorar el salario; también reduce la
realización de tareas rutinarias y aumenta la participación en las decisiones
relevantes, y tiene efectos positivos sobre la salud.
Desde un ámbito bien distinto,
Manuel Martín Loeches, responsable de neurociencia cognitiva del centro
UCM-ISC3 para la evolución y el comportamiento humano, asegura que en nuestra civilización quienes
tienen estudios consiguen mejorar social y biológicamente porque la educación
te proporciona más recursos para enfrentarte a la vida, para obtener mejores
puestos de trabajo, mejores recursos económicos y mejor posición social, “que
es muy importante porque nuestra especie es muy social y si tienes una buena
posición en el grupo vas a conseguir mejor pareja, más sana, y eso se traducirá
en una mayor descendencia, y más sana”. Adriana Lleras-Muney opina
que las personas con más educación acostumbran a ser también las que tienen
mayor acceso a la información y, por tanto, tienden a enterarse primero de las
innovaciones científicas y de las recomendaciones sobre cómo cuidarse. “Fueron
los primeros en enterarse de que el tabaco era malo o de que es importante
ponerse el cinturón de seguridad en el coche, y además se creen la información y
les cuesta menos concienciarse y cambiar su comportamiento porque tienen deseos
de mantenerse con buena salud para seguir con su vida, en la que tienen cosas
que disfrutar (ocio activo, relaciones, etcétera) y que creen que merecen la
pena”, comenta.
Pero todos estos argumentos económicos
y sociales para justificar que la educación nos hace vivir más y mejor parecen
perder solidez a la luz del estudio realizado por el neurólogo
David Snowdon sobre la longevidad de un grupo de monjas. Todas habían ingresado
en el convento en el en torno de los 20 años y habían vivido hasta el final de
sus días con los mismos medios, en el mismo medio ambiente, con la misma dieta,
las mismas rutinas e idéntico acceso a los medicamentos. Snowdon
observó que las monjas que tenían un mayor nivel educativo al entrar en el
convento –que el investigador juzgó por la calidad de la gramática, la
ortografía y la complejidad de las frases que utilizaban en la biografía que
todas escribían al ingresar en la comunidad– vivieron mejor, fueron más longevas y
padecieron en menor medida alzheimer.
Una de las interpretaciones que
se da a estos datos es que quienes tienen mejor formación se mantienen activos
intelectualmente, renuevan sus neuronas y envejecen mejor. Pero también hay
quien lo atribuye a un proceso de selección natural, de modo que no sería la
educación la que cambiaría a las personas y las haría mássanas y
longevas, sino que quienes nacen más inteligentes y más saludables acaban
teniendo más y mejor educación. ¿El huevo o la gallina?
Sea cual sea su origen, lo que
todos admiten es la relación evidente entre nivel educativo, nivel económico,
mortalidad y salud de las personas. Para muchos investigadores, de ahí se
deriva un vínculo directo entre educación y bienestar –físico y mental– que
algunos traducen como “a mayor formación, mayor felicidad”.
Hay quienes lo fundamentan en reacciones biológicas: cuando aprendes disfrutas,
porque los circuitos del aprendizaje estimulan la producción de dopamina,
un neurotransmisor que proporciona sensación de bienestar y que activa las
neuronas, facilitando con ello una mejor salud mental. También hay quienes
vinculan educación con felicidad asegurando que aprender siempre es un desafío,
y que superar retos es un aliciente que atrae y absorbe al cerebro humano
y produce satisfacción.
En sus investigaciones, la
profesora Lleras-Muney asegura haber observado que las personas mejor formadas
también tienen más capacidad de planificar el futuro y de posponer sus impulsos,
así que acaban teniendo más relaciones sociales y más satisfactorias –“sus
tasas de divorcio y de depresión son inferiores”, apunta–, lo que puede acabar
aumentando su nivel de felicidad. “Si por tener más educación se entiende haber
desarrollado más competencias, más habilidades y más
estrategias para afrontar y resolver problemas, es seguro que ello se traduce a
la larga en una mayor felicidad porque se pueden resolver más eficazmente las
situaciones inesperadas, novedosas y las grandes dificultades que plantea la
vida”, opina Gabriela Topa, profesora de Psicología Social y de las
Organizaciones de la UNED. Pero advierte que no se trata de una relación
directa –“estudiar no garantiza a nadie que vaya a ser feliz”–, sino indirecta:
“Si tienes mejores capacidades y mayores recursos, podrás vivir mejor todas las
facetas de la vida, incluidos los problemas, la enfermedad o la muerte”.
También Javier Salinas llama la
atención sobre el hecho de que la correlación educación-felicidad no es
automática y no siempre funciona. “La educación amplía el conjunto de bienes
que puede disfrutar un individuo, así que a mayor nivel educativo, mayor
capacidad para apreciar los bienes y actividades creativas y de
estímulo y mayor nivel de bienestar; pero el nivel de educación ha crecido de
forma continua desde la Segunda Guerra Mundial y no por ello los individuos
perciben mayores niveles de bienestar subjetivo”, comenta. La explicación, a su
juicio, es que un nivel educativo más alto puede proporcionar mayores
oportunidades pero también puede aumentar las aspiraciones de la persona y ser
una fuente de insatisfacción. “Si por tener una educación superior
tienes más aspiraciones respecto a tu estatus, tu trabajo o tus
relaciones y estas no se cumplen, te sentirás insatisfecho; por tanto, la
felicidad que te pueda facilitar la educación dependerá mucho de las
aspiraciones que te formes respecto al rendimiento que te va a proporcionar tu
formación”, indica Salinas.
Desde el ámbito de la neurociencia,
Manuel Martín Loeches explica que aunque la educación proporciona más salud,
mayor bienestar y más herramientas racionales para ser felices, no es garantía
de ello porque no revierte la tendencia natural, evolutiva, que tenemos los
humanos a dar más valor a lo negativo que a lo positivo, un rasgo que
durante milenios contribuyó a facilitar la supervivencia.
Petra M. Pérez Alonso-Geta,
antropóloga y catedrática de Teoría de la Educación de la Universitat de
València, asegura que lo propiamente humano, desde el punto de vista
antropológico, es la aspiración inconcreta y universal de felicidad. “El ser
humano quiere ser feliz, por encima de cualquier cosa, y cada uno
piensa que le hará feliz una cosa pero, cuando la consigue, la da por
amortizada y necesita otra forma de ser feliz, porque nada te da la felicidad
para siempre sino momentos concretos de plenitud, ya que la felicidad es un
bien individual que se puede conseguir en la medida que se adecúan los deseos a
la realidad”, explica. Pone como ejemplo el convencimiento que
expresan sus alumnos universitarios de que serán felices cuando terminen los
estudios y encuentren un trabajo y luego, cuando lo logran, enseguida piensan
que el trabajo debería ser de otra forma para ser realmente felices “porque
nuestros deseos siempre van más allá de la realidad”. Pero aunque la felicidad
dependa exclusivamente de cada cual, Pérez Alonso-Geta asegura que hay
condicionantes que ayudan a conseguirla, como el bienestar físico o la
educación. “La educación no tiene como finalidad la felicidad, pero te prepara
para la vida y te ayuda a trascender lo más inmediato, a plantearte retos y
construir el presente para alcanzar esas metas, y cuando se
consiguen los retos consigues momentos de plenitud; la educación te enseña a
saber que la felicidad es un propósito que no depende de otros, que es algo que
sólo puedes vivir tú, y que te puedes plantear pasos para conseguirlo, y
también te da más oportunidades de goce personal, estético e intelectual que
contribuyen al bienestar y te procuran sentimientos positivos”, resume.
Un bien posicional
Las investigaciones de Javier Salinas
sobre la relación entre educación y bienestar evidencian que
los beneficios de formarse no son iguales para todos: hay diferencias por razón
de sexo y también de entorno social. “Mientras que la educación en sí tiene un
efecto positivo sobre el bienestar de las mujeres y su satisfacción con la
vida, muestra un carácter más instrumental para los hombres, que obtienen satisfacción de
la educación a través de las mejoras de estatus ocupacional y profesional”,
comenta el catedrático de Economía y Hacienda Pública de la Universidad
Autónoma de Madrid.
Y añade que el grado de
satisfacción que proporciona la educación también difiere en función del ámbito
social donde uno vive. “La educación está fuerte y positivamente correlacionada
con la felicidad en los países menos desarrollados, mientras que en los de
mayor renta per cápita la relación es más débil o incluso negativa”, indica
Salinas. Porque, como ocurre con la riqueza, la educación es un
bien posicional, de modo que en países donde hay muy pocas personas con un
nivel de educación superior quienes lo alcanzan disfrutan de una situación
privilegiada respecto a los demás que repercute en su bienestar y
satisfacción, mientras que en los países donde ya hay mucha
gente con estudios medios y superiores la educación no privilegia tanto la
posición. “Y en los países desarrollados tampoco es igual la satisfacción que
proporciona la educación entre los individuos de rentas bajas que entre los de
renta media o alta, donde hay más personas con estudios medios o superiores y
ese logro no es tan diferencial ni tan valorado”, agrega.
Por: MAYTE RIUS
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